27.06.1966

Carta a Celsito

Carta a Celsito

 

A.G.C.

Puebla de Sanabria, 27 de julio de 1966

Querido Celsito,

     esta carta a ti no va a servirte de nada y a mí tampoco. Deseo, sin embargo, escribirte, para dejar las cosas, dentro de lo posible, claras. Lamento que el comienzo tenga que tener un cierto tono de disculpa: es lo cierto que me di perfectamente cuenta en el mismo momento de suceder (pero sólo más tarde he reflexionado sobre ello debidamente) de que tu ángel guardián (lo llamaremos así, pues tú rehúyes, seguramente con razón, distinguir en ti varios yoes, el bueno y el malo por ejemplo: pero es igual: se trata –ya sabes– de “ese tú complementario, que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario”), me di cuenta, pues, de que tu ángel guardián me pidió ayuda por dos o tres veces durante tu estancia aquí, en el sentido de que te trajo a mi lado contra tu voluntad (la voluntad de tu yo propiamente dicho), poniéndote en una situación de peligro para TI, favorable en cambio para él, al menos por dos veces que yo recuerde con precisión (me refiero a las dos veces, y especialmente la última, en que viniste a casa con media hora de anticipación sobre los demás, debiendo saber que ellos venían a las 8 y media, pues así se había dicho), y en esas ocasiones fallé yo lamentablemente a la llamada, bien porque realmente estaba distraído con cosillas (y esa distracción mía debió de ser un pasto suculento para tu YO ansioso de vencer escrúpulos), o bien porque no me había llegado a percatar de hasta qué punto la situación se había precipitado en el tiempo que no nos veíamos, o bien… Pero no quiero disculparme más: al fin y al cabo, ¿quién me ha dado a mí el cargo de tener que ser tu hada madrina, quiero decir el hada madrina de tu ángel? Sin embargo…

    En fin, lo cierto es eso: que de momento olvidé en tu caso que los hombres trepan muy despacito en contra de la corriente, pero que a favor se los lleva muy de prisa; yo te seguía imaginando siempre con un esfuerzo un poco tozudo para no dejarte arrastrar al menos, si no muy entusiasmado con la idea de avanzar en contra. Y el engaño contribuyó no poco el hecho de que de tiempo atrás me había acostumbrado a oírte dar escape a las sugerencias de tu yo propiamente dicho en forma de enunciación cínica de la opinión corriente y mundanal bajo cobertura pudorosa de una sonrisa que se burlaba de lo propio que estabas diciendo, todo lo cual me parecía bueno, pues no hay cosa peor que olvidarse de repetirse cuáles son las opiniones habituales de los hombres, y porque además confiaba en que tu sonrisa, que te había de guardar siempre, gracias a Dios, de cualquier dogmatismo positivo, sería siempre tan implacable como para guardarte de todo dogmatismo negativo (que es lo mismo con otro nombre: al dogma SÍ no se opone el dogma NO, que a bien mirar son idénticos, sino el no-dogma), y con aquella costumbre adquirida respecto a ti, tuve dificultades para comprobar hasta qué punto te habías ido poco a poco, allá en tu soledad, convenciendo a ti mismo de que ¿por qué no tomarse en serio aquellas cosas que se decían en broma? ¿Qué motivo había para creer en las fútiles virguerías que se oponen a la evidencia real y cotidiana de las cosas?

     Bien, Celsito: ¿qué sucede contigo entonces? ¿Sería posible pensar de ti que, después de algunos años de prevenirte con toda la claridad posible y de repetirte a ti mismo vil veces cómo funciona el mecanismo de la justificación, por el que el hombre se muestra incapaz de seguir sin tener un asiento en que ponerse mínimamente cómodo, y se ve empujado a encontrar un sistema que le permita tranquilamente creer que él está en su sitio, que cumple su función, y que aquello de la juventud eran charlas “que no iban a ninguna parte, ahora…”? No: la cosa no puede ser tan simple contigo; porque tú entre otras cosas eres un hombre de excelente memoria, y en ella tienes un vigilante implacable, que no te permitirá olvidarte del contrarrazonamiento que, como sabes, todo razonamiento tiene, y que por tanto te impedirá siempre engañarte piadosamente. Por eso, gracias a Dios, si no me engaño, debes andar en estos momentos tan jodido contigo mismo y tan jodido conmigo al mismo tiempo, cosas hermosamente contradictorias y que presentan toda esperanza de salvación… para tu ángel guardián, naturalmente.

     Antes de analizar algunos aspectos de tu enfermedad, quiero sin embargo prevenirte de algo tocante a tu relación conmigo, ¿Por qué me pongo yo tan fatuamente de la parte de lo bueno y me constituyo en aliado de tu ángel, a quien él te trae cuando te ve en peligro por el engordamiento de tu yo? ¿Con qué derecho? Es muy sencillo: yo soy, efectivamente, tu bien (quiero decir, el de tu ángel, no en cuanto yo soy yo, en cuanto soy el yo de mí, sino en cuanto soy el tú de ti. Y, como a buen entendedor pocas palabras bastan, no es preciso que desarrolle mucho esta fórmula, Tú, naturalmente, tienes muchos otros túes además de mí: algunos inclusos pueden ser tan buenos aliados de tu ángel como yo lo soy; pero no la mayoría. ¿Por qué?: porque la mayoría están sometidos a tu yo, te los has asimilado, forman en realidad parte de él, son muy pocos túes, mientras que me parece que yo sigo siendo una de las cosas que más están enfrente de ti, que más objetivas te son, a pesar de tus últimos esfuerzos para la asimilación (me refiero a aquel convencimiento a que tu yo te había llevado en tu soledad acerca de que ya sabías cómo yo pensaba, lo que yo podía dar de mí, a dónde tendrían que Ir a parar mis conclusiones…).

     Muy significativa es también a este propósito tu actitud frente al libro de Kafka: ¿qué es lo que te hacía leer en él exclusivamente la carta al padre, que es probablemente de lo más trivial que Kafka haya escrito nunca, aunque no deje de tener interés como documento, mientras te desentendías de lo demás con el pretexto de que era fragmentario y propio por tanto sólo de un interés erudito? Me arece que, si los cuentos de Kafka son realmente excepcionales es porque son en un grado poco común de aquellas combinaciones de palabras capaces de despertar el sentido del misterio del mundo, del misterio en que estamos, en cualquiera que las lee con un poco de atención. Ahora bien, pienso que tú te encontrabas en un estado en que te era conveniente (¡no a tu ángel!) olvidar que el mundo es esencialmente misterioso y desconocido.

     Porque –tú lo sabes, Celsito– la actitud adecuada ante los vicios de uno mismo (ante el vicio que uno mismo es) no puede ser nunca razonablemente la de la lucha (¿cómo puede hacerse uno la ilusión de que lucha contra sí mismo?; y conste que, mientras el yo dura, dura constantemente identificándose con sus vicios: en el momento que se lograra la desidentificación, vicio y yo desaparecerían al mismo tiempo); no debemos pues hacernos la ilusión de que luchamos contra nuestros vicios, contra nosotros mismos, porque esa ilusión de lucha, la ilusión misma, no es en verdad más que desde el comienzo una victoria perpetua (del yo se entiende): ¿se cura con las riñas el amor de los novios?; pues ¿cómo el amor de ti mismo podría curarse con esas fútiles parodias de lucha interior. No lucha pues, sino otra cosa: ¿cuál?: la huida. ¿Así que no puede lucharse con uno mismo y se puede huir de uno mismo? Perfectamente razonable, si o miras atentamente, pues la lucha contra uno mismo no consiste sino en un estrechamiento más fuerte, en un aumento de la íntima cohesión y compactitud del yo (por eso decíamos que no era sino una victoria desde el comienzo para el yo); la huida de uno mismo, por el contrario, movimiento centrífugo, ha de traer consigo que o bien el yo se descentrará y se irá por ahí a hacer puñetas todo entero o, si a pesar de todo resulta ser fragmentable, se partirá en dos, de las que uno se irá por ahí mientras la otra queda aferrada a su centro.

     Pero no vale fijarse mucho en aquello de que se huye, porque huir con los ojos vueltos (llenos de ira o asco, si quieres) hacia aquello de que se huye no sería en realidad más que una forma de lucha. Se trata de huir con los ojos para fuera. ¿Hacia dónde? ¿Huir hacia dónde? Pero eso tampoco importa mucho: como el jinete del cuento de Kafka: “Señor, ¿cuál es tu meta?. –Ya lo he dicho: fuera-de-aquí, lejos-de-aquí: ésa es mi mera”. Ahora bien, para esa huida es precisa una condición previa: diría que más previa que el odio de sí mismo, si no temiera que fuese idéntica con éste, un nombre más verdadero para éste: quiero decir, la fe en que hay ese Fuera, esto es, la fe: pues en realidad la fe no tiene más que este artículo.

     Mas como sé que este nombre de ‘fe’ te es especialmente antipático (y con razón), no quiero herirte inútilmente, y prefiero que le demos a la cosa otro nombre. t éste no es otro que el que arriba le daba: sentido o sensación del misterio en que estamos. Si esta sensación se da, el misterio, que es el no-yo (pues el yo es seguridad), te atraerá irresistiblemente hacia fuera, y el mecanismo de la huida u olvido de ti mismo estará inevitablemente desatado. Así, cualquier estudio será rectamente entendido no como algo que te lleva de la vaciedad a la asimilación, a la aprehensión de conocimientos que fundamenten tu seguridad, esto es, que engorden tu yo, sino como algo que te lleva de relativas seguridades, a través de conceptos relativamente manejables, a desembocar en el misterio una vez más. Y este estudio es inacabable; porque, apenas una sesión de estudio ha cesado, la reincorporación necesaria a la vida práctica te retrotrae a ti mismo, te vuelve a meter en tus casillas, y se hace preciso volver a empezar lo antes posible. Y lo mismo que del estudio te digo, poco a poco, con algo más de esfuerzo, también de las experiencias vitales: no enriquecimiento de tu experiencia y seguridad para andar por la vida, y que en virtud de tales experiencias puedas desdeñar las dudas o sensaciones que recuerdas del que ayer fuiste, sino ejemplos ilustrativos de lo absurdo en que habitamos. Y del mismo modo, acerca de la discusión: no medio para tener razón (¿qué especie de razón puede ser una razón tenida, poseída por ti?: pobrecilla de ella), no medio para engordar tu seguridad, sino actividad en que la razón os posee, os absorbe o –lo que es lo mismo: pues ella está fuera– os arroja de vosotros mismos. ¿Cómo puedes tú haber intentado siquiera volver en serio a la creencia (dogma negativo) de que sea la conversación no más que una lid de a ver quien puede más? ¿Cómo puedes haber cedido a la tentación de olvidar que en una discusión decente no puede haber nunca un vencedor, sino dos derrotados? ¿Y que si otra cosa se produce, eso es simplemente una prueba de que aquella discusión se ha hecho mal, y un motivo más para recomenzarla?

     ¿Te parece que me he desviado con todo esto del caso clínico que traíamos entre manos, de tú caso actual y palpitante? Te equivocas: tu caso consiste precisamente en un aumento de la seguridad en ti mismo (no bastante, por fortuna, para haber descalabrado seriamente al ángel que te acompaña) o –lo que es lo mismo– una disminución del misterio del mundo. ¿Por qué? Pues en tu caso no basta el natural cansancio de la edad (esos peligrosos 30 años a que te vas aproximando, cuando se dice que alcanzan su ápice, durante varios, las tentaciones de hacerte por fin un hombre, de no malgastar el tiempo, y de sentar por fin la cabeza, como si la cabeza fuera un culo), ni basta tampoco para explicarlo el engordamiento del yo que suelen producir los prójimos nombrándote y titulándote y alabándote, ya de viva voz, ya en letra impresa o manuscrita. «Señor Don Tal, Señor Juez de Tal», confabulados para que cedas a lo que ellos ceden.

     Pero tú sabías ante esas cosas la prevención segura: la huida, como en esta carta lo he llamado: seguir intensamente, continuamente, la investigación, el estudio, la discusión, la observación objetiva de tus propias experiencias. ¿Por qué te has querido olvidar? Creo que en esto tu carrera de buen estudiante y tus oposiciones no han tenido poca culpa (que un hombre que saca unas oposiciones huya de sí mismo parece casi tan difícil como el que entre un rico en el reino de los cielos en el supuesto de que no haya reino de los cielos): pues, en efecto, te has dejado arraigar muy adentro la costumbre de concebir tus estudios como algo con un principio y un fin, a lo qué se destina un plazo limitado, que se ordena y planea debidamente, que, por supuesto, tiene una meta definida. Me temo que, cuando intentaste hace meses ponerte a estudiar, por la cosa misma, Economía, caíste en el error de planteártelo de la misma manera que tus estudios oficiales: que eso había de llevarte al desánimo, ya era de prever. ¿Cómo entonces?: pues claro está, estudiando al azar, de cualquier cosa, de lo primero que te interese, de todo lo que tenga capacidad de absorberte, pero de continuo, siempre, todas las horas del día (¿no vas a tener ahora incluso una profesión ideal para eso?), y sin prisa, porque no hay ninguna página final a la que tengas que llegar, ningún conocimiento que adquirir, ningunas conclusiones que sacar. ¿Qué más da por tanto?

     ¡Cómo te aburrías estos días, Celsito! Y sobre todo (esto era verdaderamente lo doloroso para tu ángel y para mí), ¡qué mal soportaba tu aburrimiento! No ya sólo el cine o el dominó, sino esa exacerbación, por la que pasas, de tus preocupaciones sexuales: ¡cuánto más frecuentes y cuánto más turbias que otras veces! Si tu ángel se cansa, pronto tendrás que acudir a remedios heroicos para matar tu aburrimiento: casarte y cosas por el estilo. Huye, Celsito. Si no ¿qué haremos con tu ángel? ¿Dónde lo enterraremos? Huye, Celsito: el mundo está lleno de misterio.

     ¿Hasta pronto? Abrazos, y un abrazo imposible para tu ángel, de

José Requejo
Publicada en la revista Un Ángel más, nº 6, Primavera 1989, Sección, Un Golpe de Dados, pp. 209-217, 1991 (Correcciones de AGC).