10.01.1982

Carta: «Malena, hermosuras»

Carta: «Malena, hermosuras»

Carta publicada en El País. 10 de Enero de 1982. pp. 12-15

MALENA, HERMOSURAS,

te estaba viendo danzar, allí tú sola en el centro de la sala, derramando al ondear de las caderas ráfagas de rosas por la brillante cera negra, sembrando tus brazos collares de campanillas por el aire; y al levantar la vista hasta tu cara, tus ojos acechaban de entre las crenchas caídas de tu pelo, y tu sonrisa vino a herirme como una flecha, que me hizo pensar al momento algo como «tan hermosa, ¿va a tener una vez que morirse ella?». Y me he dado cuenta luego de que el relámpago de muerte que uno siente a veces por sí mismo lo sentí por ti en aquel istante. ¿Ha podido haber nunca un enamoramiento más hondo y verdadero?

Así que, cuando al irte con tu amigo me susurraste al oído «Ven mañana», puedes imaginar qué temblor me recorrería desde la oreja hasta las puntas de los dedos de los pies y qué imposibilidad de creer en la inmensidad de riqueza de que tú, con toda tu hermosura, sintieras de veras por mí algo.

Y, sin embargo, ya ves: esta carta es para decirte que nuestro amor es imposible.

¿Que por qué? Pues por eso, Malenita: que por encima y a pesar y con y contra tus sentimientos y los míos, y nuestra ternura y nuestra locura, y los cuidados y descuidos que tuviéramos uno y otra con este enamoramiento, con todo y con eso, lo que entre nosotros pasara pasaría en este mundo y bajo esta ley, que tendría que ser una de dos: o amor o sexo. Y si tiene que ser o bien sexo o bien amor, y ninguno de los dos es más que estúpida mentira, dos istituciones o dos creencias que tan justamente se complementan entre sí y, por tanto, igual de odiosas la una que la otra, pues entonces, mira, mejor nada: sigue ligera y graciosa por tu camino, déjame en mi infierno y quede por lo menos vivo en el recuerdo este enamoramiento y el agradecimiento de que tu hermosura me haya mirado por pasión por un istante.

Que es que, para sexo…, uno que con ninguna puede hacer nada como no sea amasado con algunas arrobas de cariño y algún vislumbre de alta estima (o por lo menos nada de desprecio) y hasta con algo de gracia que le haga la niña y hasta un asomo de inteligencia en una ráfaga de los ojos o en un revuelo de las piernas, ¿cómo iba contigo a practicar esa astracción del sexo; contigo, que tan hondo me has herido las entretelas?

Y no creas que lo digo con ningún orgullo de tales limitaciones: si hay algún donjuanillo que algún día veo que entre otras se beneficia también a alguna feílla y olvidada, no puedo menos, como Brassens, de bendecirlo; y me he quedado alguna vez pasmado admirando a los clientes de las viejas y astrosas prostitutas de las Ramblas, y pensando que ésos son, ésos, a los que de verdad les gustan las mujeres. Pero, aparte de que tú, reina de hermosura, estás muy lejos de ese caso, ¿qué quieres? Deben de ser poquitos los que tienen esa fuerza, como poquitos los que sirven para chulo de putas o para marido de su señora, y los más andamos por aquí vagando, como te digo: que para cualquier amago de resurrección de la carne, encima de mujer, nos hace falta todavía eso del enamoramiento y la promesa de entendimiento en su hermosura o qué se yo.

Y además, a mí, según he venido viendo cómo era eso del sexo por el sexo que por ahí se vende (algo así como el arte por el arte) y qué papel juega en este mundo para sostener en debida antítesis al amor verdadero, el matrimonio y la parejita (pues ¿qué quiere decir sexo más que hacer lo mismo, pero sin amor?), se me ha ido criando tan mala leche sobre el asunto que cada vez que le oigo a uno que se ha tirado a una la otra noche (ahora, para completar el cuadro, las hay también que por imitación se los tiran a ellos: imagínate la gracia) o cada vez que veo de refilón un aparatito de sex-shop o una revista porno en papier couché o un cursillo de sexología para niños, se me revuelven las tripas de la misma rabia más o menos que cuando oigo la marcha nupcial o veo los escaparates para novias o recojo por la radio del taxista un retazo de consultorio sentimental para casos de pareja.

Así que ni puedo ni, aunque pudiera, podría consentir en que, en una visita a tu casa esta tarde, esta locura de enamoramiento que me has dejado se convirtiera en eso. Sexos entre tú y yo, Malenita, me parece a mí que no.

Y si no era sexo… Si voy esta tarde a tu casa y el mutuo encanto y la pasión nos llevan a la cama (o, bueno, a las alfombras de la sala o al perchero del recibidor), y si ello nos sale arrebatador y maravilloso o si nos sale imperfecto y torpe, pues ya sabes: si ha sido maravilloso, porque ha sido maravilloso, y si ha sido imperfecto, porque ha sido imperfecto, tendría que volver otra vez y otra vez, y sería la repetición, y con la repetición la semilla de la costumbre, y con la semilla sola de la costumbre…, ay, Malena, sería el amor, el grande y el mayúsculo; seríamos, a la vuelta de tres días, sin darnos ni cuenta, automáticamente (¡tú, divina, y yo! ¡Qué escalofrío!), una pareja, y la historia volvería por sus fueros: romperías con el tronco que ahora tengas (porque no sería ningún placer suplementario andar engañando a nadie) para enlazarte al mío, y apareceríamos juntos los dos en público, y aunque ni siquiera nos dijéramos «te quiero» ni fórmula ninguna de consagración y compromiso, compromiso sería por las propias leyes de la cosa; no me pedirías (ni yo te lo pediría) que me fuera a vivir contigo, porque sería sólo porque, a clara conciencia, consideraras razonable el evitarlo; pero no podrías evitar que la máquina por debajo te lo sugiriera como lo más natural del mundo, y vendría el proceso de inversión característico de la pareja: que, al paso que el ir a verse y el besarse se volvía menos necesitado de especial deseo y más mecánico, al paso el no hacerlo se convertía en algo positivo, y en motivo de pena, de angustia y, al fin, de ofensa; y vendría la fidelidad, y las infidelidades (que de cuernos también está hecho el trono del amor), y, en fin, las otras mil maneras en que la obligación, el compromiso y la relación de dependencia corrompen el cariño, la gracia, la pasión, que no pueden, sin grave ilusión, creerse compatibles con semejantes leyes: ¿no era el amorcillo, el pobre, una amenaza para la ley del mundo?

Y llegaría el tiempo (¡entre tú y yo, mi niña! ¿Qué habríamos hecho nosotros para ese espanto?) en que tu amor por mí se habría convertido en amor por nuestra relación, y por salvarla (como dicen en las revistas de señoras: ¡salvar el matrimonio!) tendrías que acabar por verme a mí menos deseable (porque, si no, a ver qué mérito) y, sobre todo, menos admirable, y tendrías que despreciarme sin darte cuenta; y, según la norma, le echarías la culpa de que aquello marchara mal, no a la ley, sino a mí y a mi poco amor, al paso que yo me seguiría esforzando en no echarte a ti ninguna culpa, sino al amor; pero me costaría cada día más trabajo no ver por debajo de tu cara (tu cara, flor de la gracia, aliento de la rosa) la cara de la Señora, por la cual se puede aún sentir acaso respeto y tal vez la profunda lujuria de la costumbre, pero nunca ya amor; vamos, quiero decir amor del bueno, de este que por ti, Malena, me ha vuelto a llenar la casa y se me sale por las ventanas.

Así que ya ves, vida de mi vida: como no vamos a dejar que sea ni sexo ni amor, y el mundo está costituído de manera que tiene que ser o amor o sexo, ya ves: es imposible.

Me dirás tal vez, piadosa, que, hombre, que por qué tengo que pensar todo eso y no me dejo llevar por mis impulsos (espontáneamente, vamos) y que pase lo que pase. ¡Ah, si pudiera no saber lo que es! Si me hubieras encontrado la primera, como a mis quince abriles… Pero no (¿qué tonterías estoy diciendo?), no. Si pudiera no pensar, tampoco, tampoco lo desearía: ¡disfrutar a costa de la ilusión y del engaño! ¿Es que no veo a mi alrededor a los demás, a los que se ajustan a las reglas espontáneamente, a los que disfrutan con el sexo o con el matrimonio, o con las dos cosas alternativamente? ¿Es que no veo (¿no lo ves tú, Malena?) cómo eso está necesariamente sostenido por una ilusión, por una fe, esto es, por la mentira, y cómo ellos, para gozar, como pago de la obediencia, con la diversión del sexo o con la comodidad de la pareja van cayendo poco a poco en una especie de idiotez irreparable (no se practica la fe impunemente, niña), y cómo ellas, para lo mismo, se van endureciendo, perdiendo la gloria de ser mujer, mucho antes de que la vejez se la arrebate? Y entonces, yo contigo, Malenita, ¿me iba a contentar con la ilusión y a creer en lo natural de los impulsos? ¿Tanto importa divertirse? ¿Tanto importa estar seguros?

Pues mira: para los que puedan; y déjame a mí, incapaz de diversión ni de seguridad ninguna. Déjame por lo menos con este gozo (que ya tanto respiro es y tal consuelo) de haberte visto danzar libre y gloriosa en medio de la sala y haber temblado por ti de un enamoramiento que ya no creía posible mi corazón y haberme tú mirado con buenos ojos y sonreído. Gracias por tu sonrisa, Malena, aunque sea para nada, para lo imposible.

Pero es imposible ―no me odies porque te lo diga: odia más bien a quien lo hace―. Quería ser al menos por agradecimiento limpio para contigo; y por eso, para evitar la ambigüedad de una carta privada que, aunque dijera lo que ésta dice, con el hecho mismo de ser una carta para tus ojos te estaría diciendo acaso lo contrario de lo que decía, pues ya ves: ni siquiera he querido escribirte privadamente, sino que he aprovechado la oportuna invitación de Rosa Montero para insertar mi carta entre los negros colorines de un dominical de un medio de ilustración de masas de ejecutivos y jóvenes señoras, y escribirte mi amor así, entre el público, para que no pueda ya nunca haber amor a solas entre tú y yo.

No creas que no me cuesta penita honda renunciar a la promesa de tus amores, Malenita. No me odies mucho por la renuncia, y recuérdame dulcemente, y vive tú, que acaso puedes. Por si de algo te sirven, besos, estos besos de papel público, y salucita.

Firmado: AGC