09.05.1988

 Carta-respuesta sobre 'juventud'

Carta-respuesta sobre 'juventud'


     “Hace tiempo que me viene dando que eso de la juventud debe ser algo un poco como fascista. Un tufo tiene, desde luego, de gimnasio, de cinemateca de Acción Católica, desfiles con banderitas de secciones juveniles, y aunque la cosa sea más bien, como se ve, de juventudes masculinas, no deja también de olerme a chicle rosado o goma de sostén para jovencita o a sudor de magreo de discoteca. En fin, que sí, que “juventud” viene a sonar a cosa destinada a tomar conciencia del cuerpo (¡el propio cuerpo!) y de la vida, para usarlo a más altos fines, para matarlo. ¿Cómo una cosa que se supone tan volandera, tan inconsciente, va a llamarse con un nombre: juventud?


     Eso de la juventud es cosa de viejos, de adultillos por lo menos: unos que sienten haber perdido algo que no saben lo que era, que primero acaso no sienten más que una añoranza vaga, pero en seguida suelen ponerse a saber lo que era, y lo que es ser joven, y a desarrollar una idea de juventud y a hablar de los jóvenes (como si los jóvenes estuvieran ahí, firmes y encuadrados en una institución, como si cada año no estuvieran dejando de ser los mismos) y que se ponen, a poco que se les dé ocasión, a manejar a los susodichos jóvenes, a terminar con la amenaza que podía haber en ellos, mísera venganza.

     Pero los jóvenes de veras, esos que van asomando cada día de sus penosas crisálidas, para al día siguiente morir adultos, esos no saben que son jóvenes, ni saben contar edades, ni se sienten números de congregación juvenil ninguna: ¿imaginas a unos rapaces alocados y muchachas frescas cantando “Somos los jóvenes de hoy día”? Sólo cuando los mayores, ya por el alistamiento en bandas de héroes o de gánsteres, ya por la propaganda y la imposición del consumo de productos juveniles, les han hecho tomar conciencia de su cuerpo y de su tiempo, sólo entonces es cuando se les puede oír a algunos tristemente llamándose jóvenes ellos mismos.

     Entre otras cosas que no sé (que manan acaso de los edenes o las selvas donde las criaturas humanas hacían todavía para vivir), la juventud está también hecha de no saber. ¿No has oído aquello que cantaba un coro de niños de la escuela?: “Señores y damas, en toda edad / se puede aprender / con la condición sola y pura / de no saber. Y mientras sigáis / aprendiendo, jamás / temáis la vejez ni la tumba / Ese es el secreto de la juventud”.

     Es verdad que la aparición de un muchacho o de una rapacilla hermosos, en la flor de la edad que dicen, es una maravilla de los ojos y del corazón: ellos nos alientan una confianza secreta en que este trabajoso ensayo del animal humano, condenado a los hierros del miedo organizado en poder, al comercio y las ideas, tiene, sin embargo, una gracia que por debajo de todo vive, y es un milagro conmovedor ver cada año, a pesar de los planes mortíferos de los mayores (los que saben a dónde va el hombre), a pesar de las presiones de la máquina para ajustarlos a esos planes, como siguen saliendo muchos todavía inteligentes y graciosos, aunque sólo sea por un par de años, y capaces de sentir cosas y de extrañarse y de reírse de su padre y de decir no. Es como si en esas apariciones viviera una promesa, aunque sea incierta, de que todo eso de la sucesión de las generaciones y de la multiplicación del número de hombres para la muerte, era una mentira, y que nadie va a morirse, porque nadie ha muerto nunca, porque los individuos personales no eran más que un sueño de la muerte misma.

     Pero no por ello puedo alabar a los jóvenes, ni incitarles a que sean jóvenes; porque en la realidad los jóvenes son eso que han hecho de ellos los adultos que los llaman jóvenes; reclutas que desde que el Estado ha instituido a usar de los muchachos para morir por la patria y las ideas de los mayores, los más de ellos incorporan dócilmente su condición y gritan a cada quinta como alelados las estúpidas bromas y cantilenas que la mili les impone; muchachitas en prostíbulo de menores (carne fresca para altos ejecutivos), que toman conciencia de su juventud al saber que tienen derecho a cobrar más por el hecho de tener dieciocho años todavía (y hablo del mercado de la prostitución por no hablar del del matrimonio); estudiantes que desanimados por la escuela o la universidad del deseo de preguntar ¿qué? que a ella traían, acaban ellos mismos asimilándose y tomando por propia el ansia de examinarse y de tener un título, y niños, y chicos, y chicas a millones que, ahogados y formados por las necesidades del capital, ya no parecen sentir los deseos de vida que trajeran a este mundo, ya no les dicen no a los mayores, sino que quieren ya, los pobres, consumir los bienes que el mercado tiene anunciados para sus edades (¿van a perderse tantos millones de consumidores? ¿Para qué entonces se les hacía nacer a velocidad progresivamente acelerada?) y gritan que quieren gomita de mascar y maquinitas tragaperras y programitas juveniles de televisión y discotecas con mucha furia (¡ah!, deseos de vida que se han agriado en esa música de decir con mucho alboroto las memeces más implacables y más viejas) y motos que hagan más ruidos que los coches de sus mayores.

     Y bueno, ya entiendes que a semejantes ejemplares de juventud ni los puedo querer ni sentirlos jóvenes ni nada, y lo más que se me ocurriría decirles es que “para eso, jcoño, no seáis jóvenes!”. No seáis nada, o cuanto menos, mejor.

     Desde luego no creo que haya jóvenes de espíritu. Lo de dentro es lo de fuera. Es juventud –si la palabra no estuviera tan manoseada– esa condición de no estar hecho, formado, bien constituido, que es lo que permite que quien menos es y menos está hecho sea capaz de descubrir los intereses que constituyen el orden adulto. Esas condiciones suelen coincidir con gentes que tienen pocos años. Eso es lo que explica que la mayor parte de mis amigos, con unas pocas y muy queridas excepciones, no suelen pasar mucho más allá de los veinte años.

     En cuanto al hecho de que me vista algo extravagante, desde luego, no indica relación inmediata con la juvenalidad. Aparte de una tendencia que me viene de muy antiguo a no adoptar el uniforme masculino, yo creo que estos últimos años lo hago sobre todo por fidelidad a aquel momento de los años sesenta en que muchos muchachos y muchachas se pusieron a romper con el uniforme y a inventarse maneras más o menos jipiosas de vestirse –en parte asimiladas por el comercio– y como protesta por la historia sucesiva que ha venido a dar en que los más de ellos y de ellas hayan adoptado –con motivaciones aparentemente prácticas, en el fondo morales– modas grises, militares, pantalones para ellas y demás. En suma, no para distinguirme, sino para dar ejemplo”.