17.04.2019
17 DE ABRIL DE 2019
Agustín y Rafael, fotomatón, años 70. Foto de archivo de AGC
Agustín se fue a Sevilla, acompañado por Juaco, el mayor de sus cuatro hijos, a tomar posesión de las cátedras de Latín y Griego en la universidad, pasadas las Navidades de 1958, y no volvería a Zamora hasta las vacaciones de Semana Santa. Antes de marcharse nos animó a los antiguos alumnos suyos del instituto, y algunos también actores del grupo de teatro que había formado para llevar Macbeth y obras de Lorca por los pueblos, y que íbamos a conversar con él a la llamada –y, para nosotros, ya hasta siempre– la Finca, para que hiciésemos teatro leído; y, con esa finalidad, estuvimos ensayando Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, una obra que a Agustín, no me explico bien por qué, le gustaba mucho. A mí me asignaron el papel del oso que canta (y que, como yo de cantar menos que nada, recitaba): “La luna de Roncesvalles / lava el pañuelo en la fuente, / lo lava en el agua clara, / lo tiende en la rama verde”.
Después de haberse marchado, la leímos en el salón de actos de un organismo de los sindicatos verticales (como si todas las organizaciones no lo fuesen), Educación y Descanso. Y bien porque no hubiese diversiones en Zamora después de las Navidades, o porque hiciese mucho frío y nuestro espectáculo era gratis, o porque asistieron todos nuestros conocidos y familiares, unos para burlarse y otros para aplaudir, lo cierto es que el salón estaba a rebosar –si bien es verdad que su aforo no era para asistencia de multitudes. En primera fila Josefina y todos los amigos de Agustín residentes en Zamora: Santiago (que encantaría a Rafael, cuando lo conoció más tarde, por su manera declamatoria de hablar), Rafael y su entonces novia, Adela o Adelita, y Eduardo, que no dejaba de observar a Josefina, de la que estaba secretamente enamorado. Todos ellos para darnos ánimos. La lectura fue un éxito y, al día siguiente, El Correo de Zamora dedicaba una crónica al acontecimiento, valorándolo como muestra de las sanas inquietudes de los jóvenes zamoranos. Así de despistados estaban.
Agustín nos había dejado una traducción muy retocada de la Prostituta respetuosa de Sartre (de la que tal vez David, el listo de nuestra pandilla, había sido el primer traductor); mas, como con semejante título y el nombre de su autor en el Gobierno Civil nunca nos habrían dado la autorización para una lectura pública, Agustín los había sustituido: el título por no me acuerdo cuál (Sabela, su hija, seguramente lo sabrá y se lo preguntaré), y el nombre del autor por el de un amigo suyo, un tal Austin, si no recuerdo mal, al que se suponía profesor nada menos que en Australia... Seguir leyendo