01.03.1993

¡El caos!

AGC: '¡El caos!/1'. Archipiélago. N. 13, 1993. pp.: 65-69

 

AGUSTIN GARCÍA CALVO
9 DIC 1978

Tribuna - El País


El Caos cumple, dentro del Orden Social, funciones importantes. La primera consiste en que, fuera del Orden Social, está el Caos. -¿En qué quedamos, maestro?: ¿dentro o fuera? -Bueno, entendámonos: en realidad, la idea del Caos está dentro del Orden, porque es aquí donde se habla del Caos; pero, en esa idea, la realidad del Caos está fuera, porque, si no, a ver cómo se habría constituido este Orden sobre el Caos. ¿Está claro? -Lo que está claro es que es un lío de cuidao. Pero venga, de verdad de la buena: ¿ha habido caos antes de esto? ¿Hay caos por ahí fuera?Fuera de este Orden, por definición, nadie puede asomarse para ver lo que hay: porque si lo que se ve es orden, es que no está fuera; y si no ve orden, no ve nada, porque nuestros ojos no están hechos para ver mas que ideas. ¿Antes de esto?: nadie había para que nos dijera lo que había. Y, sin embargo, los políticos, los Padres de la Patria, los ideólogos, los sabelotodo, tienen que estar a cada paso amenazando con el Caos, y adoctrinando así a su gente, a sus mujeres, a sus niños: «Hay que acatar la Ley, por más que sea dura; o también infringirla, pero pagando la pena que corresponda según ley. Hay que situarse en este mundo, y cumplir, en la medida que uno pueda, con sus obligaciones laborales, y domésticas y ciudadanas; y progresar uno -eso sí- en su situación (es una aspiración legítima), y procurar crear para los suyos las mejores condiciones de desarrollo. Pero tu libertad termina -ya lo sabes- en donde empieza la libertad de tu vecino. Ya sé que estas recomendaciones son poco originales y brillantes, para los anhelos vagos y desordenados que uno siente, según dice, de vivir; pero también se puede vivir dentro de las normas: siempre quedan los fines de semana y las vacaciones y tu jardincito delante de la casa para igualar el césped. Y, además, sobre todo, que si nos pusiéramos todos a no reconocer derechos ni deberes, a despreciar las instituciones y las normas, a vivir cada cual según le viniera en gana, ¿qué iba a ser de nosotros, de toda la Sociedad?: sería el desorden de todos los egoísmos desatados, sería la ley de la Jungla; volveríamos a la Edad Media, a la Edad de Piedra, volveríamos al Caos, del que tanto trabajo y disciplina ha costado salir, y construir esta Sociedad, más o menos buena, más o menos perfecta, pero que te ampara y te sustenta, y que siempre será mejor que volver al Caos.» ¡Uf! Es una maravilla y un consuelo que todavía sigan naciendo niños que no acaban de sentirse convencidos por razones tan sensatas y se quedan rezongando por lo bajo.

-Es natural: ellos no han visto el Caos. -¿Y ustedes sí, señores míos? ¿Se refieren ustedes a la guerra civil española?, ¿a los años del estraperlo?, ¿a los asfixiaderos de judíos en Alemania?, ¿a las matanzas atómicas en el Japón?, ¿a los pudrideros de niños en Indochina?, ¿a los holocaustos de automovilistas todos los fines de semana? No sabíamos que esas cosas estuvieran antes y fuera de este Orden. -Bueno, eso son deficiencias de la máquina, errores en el camino, sacrificios que hay que pagar en aras de lo esencial, que es el mantenimiento (y el progresivo perfeccionamiento) de un Orden Social y de una Autoridad íntegra y justa. -Y eso ¿para qué? -Pues para no caer en la anarquía, en el caos, en el exterminio de los unos por los otros. -Porque usted cree que, si faltase el Orden y la Autoridad... ¿eh? -¡No cabe la menor duda!

«El hombre es lobo para el hombre.» Tal es la fe que funda y justifica el Estado. Sobre ese dictamen una cosa hay cierta: que a los fundadores del Orden, a sus detentadores y a sus defensores, les es absolutamente necesario: necesario creer en él, necesario que se crea en él; si no, están perdidos. Esto es verdad. En cuanto a la verdad del dictamen mismo, eso ya... ¿Quién ha visto a los hombres antes de que fueran hombres, esto es, de que estuvieran socialmente organizados, que tuvieran sus instituciones y autoridades, sus leyes más o menos escritas, y sus hogares y sus dioses? ¿Quién ha visto a los hombres cuando eran lobos? Bastante lobos se ve que son de cuando en cuando ahora, dentro de este Orden. Pero ¿fuera?, ¿antes?

Lo que es las especulaciones de la Ciencia, cuanto más honradasmenos van a decirnos sobre el asunto. Tomemos lo de los monos: seamos primos más o menos lejanos de las especies de simios que por ahí malamente sobreviven. Se deduce que algún aire de familia deberíamos tener con ellos. Bien, y ¿qué hay con los monos? Ni siquiera se distinguen por ser muy feroces para con otros animales (son todos -hay que confesarlo- menos animales de presa que, por ejemplo, los tigres o los tiburones o los hombres), y desde luego en el trato entre ellos mismos, si pecan de algo, es de fraternales y sobones, dados a instituciones tan eróticas y cooperativas como la de espulgarse mutuamente, y no por cierto a la de liquidarse los unos a los otros; como tampoco, por cierto, lo suelen hacer los lobos. ¿Querría decir aquel dictamen «Hombre para hombre como lobo para cordero»?

Cierto que ya, en cuestión de monos, recuerdo haber leído hace años un libro divulgativo de un señor Robert Ardrey, americano, titulado African Genésis, a Personal Investigation into the Animal Origins and Nature of Man, donde descubre que, si bien descendemos del mono, es de una rama especial, que eran precisamente depredadores y sabían manejar la porra, como primer atributo de humanidad. Para que se vea a dónde pueden llegar los esfuerzos de la Ciencia por sostener la idea de que, por Naturaleza, somos más bien malos y no se nos puede dejar sueltos.

Y por parte de los etnógrafos, que podían hacernos ver lo que pasa en sociedades más salvajes y más cercanas, como antaño se decía, al estado natural, dejando ya a Malinowsky y a Cristóbal Colón, con la inolvidable aparición de los mansos indios del Caribe y los felices trobriandros del Pacífico, lo más que podían descubrir más tarde los ojos lúcidos y cándidos de Margaret Mead era, en alguna de sus islas, a unas pocas leguas apenas de distancia, un pueblo feroz, constituido sobre la guerra, la disciplina y la dureza, y otro pueblo muy poco constituido, entregado a la dulzura, la despreocupación y los amoríos. Así, ejemplarmente, la Ciencia nos enseña que no puede enseñarnos nada sobre nuestra Naturaleza, nada que apoye o que contradiga la creencia de que somos por naturaleza egoístas y desenfrenados y que, por tanto, Ley, Justicia, Administración, Vigilancia y Número de Identidad es lo que nos conviene y necesitamos.

Que conste, por otra parte, que la misma falta de razón tenemos para creer que los hombres seamos intrínsecamente buenos, como los chimpancés, y para tener una fe positiva en que, si nos libráramos de toda autoridad y freno, nos portaríamos como mansos, sociables y bien avenidos. No: lo único limpio y razonable es la falta de una fe y de la otra, de optimismo como de pesimismo. Un pesimismo negro y profundo es el fundamento de cualquier fascismo, que, convencido de que los hombres, dejados sueltos, no son capaces de otra cosa que de destrozarse y recaer en las tinieblas de la Jungla, se lanza a salvarlos, movido por un Futuro luminoso, estableciendo el Orden total y perfecto, del que ya no quepa escape ni resquicio. Y el fascismo -ya se sabe- no es más que el espejo grotesco de la vulgaridad, y cualquier socialismo, cualquier -ismo, cualquier fe en la organización y el perfeccionamiento de la organización está sostenido en el mismo dogma implícito del pesimismo sobre la naturaleza de los hombres. Pero a ese pesimismo no puede responderle ningún optimismo, que sería el reverso del mismo dogma, y por tanto igual, sino la falta de optimismo y pesimismo, el no saber que los hombres tengan naturaleza alguna.

Nadie ha visto, ni puede verlo, el esquema entero de la Historia, a la manera que San Agustín y Orosio, y otros más tarde, han creído verlo: haría falta ser el Ojo de la Providencia y estar en el mirador del Juicio Final, empezando por creer que hay tal Ojo y tal Juicio; lo cual no se sabe. Si no lo hubiere, el que lucha contra el Orden Establecido estará sencillamente haciendo por disipar los restos de un engaño y un fantasma sanguinolento; si lo hubiere, el que lucha contra el Orden habrá estado a su manera colaborando a la construcción del Orden. Pero en cualquier caso, el que se meta en ello debe saber que está jugándoselas a un juego de cuyo resultado nada sabe. Y hasta puede ser muy bien que las formas del combate, sin que él se dé cuenta, hayan cambiado, según la conveniencia táctica de los tiempos, hasta parecer volverse del revés: que en otros tiempos la lucha consistiera en defendernos de la Naturaleza hostil y la Barbaria, y en estos tiempos consista en defendernos de la organización vencedora de la naturaleza y la barbarie; y que, parodiando lo que dicen Ellos, los que antaño jugaban a asolar las murallas de las ciudades, sean los mismos que ahora juegan a construir murallas de bloques suburbanos en torno a los restos de las ciudades.

Por lo pronto, rapaz (y a esto es a lo que tienes que atenerte), el único caos que conoces es este en que te encuentras envuelto y consumido cada día: un caos ciertamente conseguido por vía de organización y de organización de la organización: el caos de los semáforos y las señalizaciones; el caos de los horarios y los cambios de horario; el caos de la Economía, de las progresivas escaladas de precios y salarios, de las inflaciones, devaluaciones y sobresaltos del Dinero; el caos de la planificación, de los planes de edificación de bloques, de los planes de estudios cambiantes a velocidad progresivamente acelerada. Y cada nuevo funcionario que, movido por la mejor buena fe -pongamos-, intenta con nuevos planes, nuevos formularios y remodelaciones, acudir a los defectos de la organización y perfeccionarla está de hecho contribuyendo al aumento del caos organizativo. Eso es, rapaz, hoy por hoy, el Caos. No será un mar de olas y turbiones, sino de papeles, cifras, organismos, siglas de Empresas y de Partidos, planes, constituciones; pero es igual: es en ése en el que te estás ahogando.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de diciembre de 1978.

 

En: ActualidadesAgustín García Calvo (1.980). Lucina 392 págs.