01.08.2001

La raíz del aburrimiento

Deseo, no sé por qué, invitaros a que me acompañéis con la imaginación en esta subida a lo alto de esta casa, ahora al caer la tarde, que ya, al correr de Agosto, va cayendo más pronto cada día.
Tal vez no tenga, de primeras, mayor interés la andanza. Es rabo de la ciudad de Zamora que ha quedado medio vivo hacia la parte de poniente, en tanto que la expansión consabida, con sus bloques y vías para autos, perdederos de la ciudad, se tendía casi toda por los llanos de la otra parte hacia Naciente. Y aquí una vieja casa de señores del otro siglo, más bien el XIX, que se ha restaurado trabajosamente, y tiene en lo más alto una especie de palomar de muchas ventanas, de donde se ve aún, al ras por cima de las miseria, el horizonte, vamos, la raya de las lomas del Duero abajo.
Ahí suelo subir, cada vez que recaigo por Zamora, a ver (o mejor, sentir) la puesta de sol y lo que queda, el morir del día. Así que, si venís conmigo...
Subimos por una escalerilla medio de caracol, y ya: aquí esta ello. Allá por más al norte del cimborrio y la torre cuadrada de la catedral, las pocas nubes deshilachadas tiñéndose de los malvas, lilas o morados que sabéis; o que os creéis que sabéis: porque lo que no se siente no se sabe de verdad.
Pero ahora nos damos una vuelta a mirar por las ventanas del otro lado, y mirad: ¿qué veis ahí? Lo mismo que yo —supongo: Sobre el tejado de la torre de San Ildefonso, en estas 2 de las 4 vertientes, poco empinadas, que desde aquí se ven, cigüeñas en fila, unas al borde del alero, otras por la espina de los hastiales, 13 que yo cuente, y seguro que del otro lado habrá otras 7 u 8.
Y ¿qué les pasa? Pues eso: que están ahí posadas, paradas, del todo inmóviles, sin hacer nada de nada, ni abrir las alas, ni levantar la pata, ni torcer el cuello, ni hacer el castañeteo de majar el ajo, como solían. Y ya podemos quedarnos rato y rato (ya se va oscureciendo el cielo), que siguen ahí quietas, quietas, sin hacer nada.
Bueno, pues no creáis que no tiene el trance su misterio, y hasta una punta de zozobra para la conciencia del que las mira.
Han terminado ya con la crianza de su prole (ni creo que hayan hecho aquello, que contaban que era su costumbre, de sacrificar por desplome a lo alto a una de sus crías, la más torpe: si no, con tantas como son ahora, se encontrarían cadáveres de cigoñinos por todas partes), y algunas de ésas que veis serán criadas, ya crecidas, de las viejas.
Solían por estas fechas estar emigrando y dejando, ya de tiempo atrás, vacíos sus grandes nidos. Pero ahora ya no emprenden vuelo a buscar allá en el África clima más clemente, sino que parece que se quedan invernando con nosotros.
¿Para qué van a emigrar? Aquí en Europa se vive bien, y ya no hace tanto frío como en tiempos. Así que, como no fuera para hacer turismo... Y eso parece que no las llama.
Ni se las ve tampoco mucho volar a las lagunas a pescar ranas: también a las ranas las dejan vivir en paz: ellas se alimentan bien, y más a la mano, con los desperdicios de los vertederos, cada vez más suculentos y abundantes. Son las cigüeñas del Estado del Bienestar.
Miradlas ahí posadas en la torre, quietas, sin hacer nada, cerrados los ojos al sueño o (¿qué más da?) abiertos para no ver nada, ¿no os recuerdan alguna cosa?
Ah, pero no os vayáis a creer tampoco que la comparación es tan sencilla: vosotros no ibais a saber pasarlo así, tan tranquilamente, a pata firme, y horas tras horas que os echen. ¿A que no?
Y ¿sabéis en qué consiste la diferencia? Pues en que ellas, y cuales quiera animales que no seamos nosotros —se supone— no tienen tiempo, no tienen futuro. Pero vosotros sí. Por eso os entra de esas maneras el aburrimiento, que es el bostezo del caos mismo abriéndose por vuestras bocas, amenazando con llenaros de vacío.
Y por eso os ponéis a preguntaros enseguida, a cada fin de semana que amenaza, a cada rato de eso que dicen tiempo libre que os dejan, “¿Qué vamos a hacer?, ¿Qué hacemos esta tarde?, ¿el sábado?, ¿el mes de agosto?”
Y tenéis que lanzaros a lo que sea, por insípido y estúpido que por lo bajo os parezca (pero a lo de por lo bajo ya sabéis vosotros cómo acallarlo y no hacer caso), con tal de no aguantar el vacío de la hora, del mes, que se os echa encima.
La verdad es que, bajo este Régimen, no tenéis nada que hacer, por la sencilla razón de que ya está hecho, de que os lo dan ya hecho de antemano: un programa de trabajos, carreras, vacaciones y diversiones: no tenéis más que elegir, como el que entra al supermercado, entre el abanico de posibilidades que se le ofrecen, ya realizadas, en las estanterías.
Y vuestro “¿Qué vamos a hacer?” no se refiere a las posibilidades sin fin de hacer de veras algo, sino tan sólo a lo de elegir entre lo que está ya hecho, obedientemente, y encima creyéndose cada uno que eso es lo que le gusta, que eso es lo que él quería.
De lo que se trata es de que no se os ocurra nunca hacer nada no previsto, descubrir algo inesperado. Ésa es la Ley, la del tiempo vacío, que es dinero, que a su vez es tiempo vacío; y ésa es la raíz del aburrimiento. También de algo más hondo que el aburrimiento: pues, por más que esté uno tan hecho a la obediencia, hay algo por debajo de uno que no acaba de estar conforme con el trato y con el Régimen.
Es un problema que, por cierto, a esas cigüeñas, aunque sean las cigüeñas del Bienestar, no se les presenta: ahí las veis, tan capaces de no hacer nada ni aburrirse ni preguntarse qué vamos a hacer.
Ellas no tienen futuro; y esa es su sabiduría: una sabiduría que consiste en no saber. Si se nos pegara de ellas algo de esa sabiduría por lo menos...
Bueno, por lo pronto, seguid aquí conmigo mirándolas un poco, hasta que la noche caiga, sin hacer nada, a ver si se os ocurre algo.


Agustín García Calvo. Agosto de 2001.

Entrega XVIII - con destino a los alumnos de istitutos y sus profesores