17.03.1973

Liberarse del Amor, a C. Martín Gaite

Liberarse del Amor

 

Carta-crítica que AGC dirigió a Carmen Martín Gaite a propósito del libro de ésta: «Usos amorosos del dieciocho en España».

Publicada en 17-03-1973 Página(s):40-41, en la revista Triunfo
 

No parece que tu libro pierda ni con la lectura despaciosa, ni con irlo asi leyendo como en las intermitencias de una fiebre: por el contrario, qué gustosa resulta así la retahíla de tantos textos de poetas, moralistas, críticos o chismosos del siglo XVIII —amén de los que traes a colocación del anterior o del siguiente—, tantos textos que bien sé yo con qué apasionada paciencia (que ese sería, por cierto, APASIONADA PACIENCIA, el lema que a ti misma toda te colgaría con gusto en una medalla de la cadena de tu cuello, si tu indómito cuello pudiera consentir cadena alguna) y de cuántas bibliotecas y archivos de Dios los ibas descubriendo y desempolvando, para luego así regalárnoslos, cuidadosamente recortados y oportunamente hilvanados, pero además haciendo, como buen maestro de orquesta, que todos ellos de consuno hablen por sí solos (tan atinadas y discretas son las presentaciones y advertencias con que tu propia voz o pluma nos los va ensartando y sacando a relucir, de modo que no sólo nos informen acerca del “cortejo” y de las modas, sucesos y personajes concomitantes, sino que al mismo tiempo nos metan, con sus cuentos y sus estilos respectivos, en la propia salsa de la Corte y de las casas de las señoras y las burguesas más o menos acomodadas, y así, mientras valen como testimonio de tu tesis por lo que dicen, valen más muchas de ellos como documento por la manera de hablar que tienen, incluido en ello la propia mezquindad y miseria de luces con que la mayoría se nos aparecen.

Y, sin embargo, no creas que te hablo de la documentación por rehuir hablarte de la tesis y discurso de tu libro mismo. En especial, la idea de haber tomado como centro esa curiosa y casi hasta aquí inadvertida institución del cortejo o chichisbeo (bien me acuerdo de aquel año 67, en que casi al tiempo en que tú empezabas a estudiarlo en España, me llamaba a mí tanto la atención leyendo las comedias de Goldoni) y de haber examinado en torno a ella todos los otros usos que de alguna manera podían iluminar la condicion de la mujer y las modas de entretenimiento público o doméstico, ha servido felizmente para que el estudio, con sus variados documentos, tenga una estructura coherente, al tiempo que te permita ofrecernos, alrededor del chichisbeo o sus desviaciones, un cuadro rico de colores y figuras de la sociedad, especialmente de la del Madrid de los primeros Borbones (de la que tanto nos habías enseñado ya con tu Macanaz), y de lo que las mujeres pintaban o dejaban de pintar en ella.

Pero, en fin, tú no me escribías pidiéndome alabanzas, sino juicio, y bien sé yo que, ansiosa cumo tú eres y sabia en oír las criticas de cualquiera, más has de agradecerme que te diga no lo que el libro tiene, sino lo que le falta.

Y, por cierto, que no voy a decirte lo que le falta como si tuviera yo un ideal pleno de tu mismo libro con el que compararlo, pero algo tal vez se me ocurra decirte de lo que le sobra. Y le sobran, en efecto, todavía algunas ideas o creencias, como prefieras que las llamemos; dos por lo pronto se me vienen a las mientes:
Una es la de “España”: que mucho se preocupa el libro en averiguar qué es lo que, por ejemplo en el cortejo mismo, es de origen hispano o viene de importación, y mucho trabaja por determinar cuáles eran las condiciones y caracteristicas típicamente españolas que permiten oponer (generalmente –claro está– en el sentido de “retraso”) los estados de desarrollo de tales o cuales instituciones o ideologías españolas con los correspondientes en los otros reinos de la Europa. Bien sé que a todos nos educaron –ya se ha visto con qué intenciones– en una «Historia de España» –que se oponía a la «Universal»– y, más aún, que tus propias fuentes, en este caso, te arrastran de por sí a la preocupación por lo español, como que una gran parte de la imbecilidad o ideología dominante de la época trabajaba, en dócil servidumbre del Estado, por fijar, deslindar, exaltar y ratificar (bien notoriamente con aquel litigio fronterizo del afrancesamiento) la abstracción que dos siglos antes, con el nacimiento mismo del Estado, se había materializado y se había impuesto a la vida y al entendimiento de las gentes y los pueblos como instrumento apto para su muerte y conceptualización. Claro, que puedes decirme a esto que justamente el estudio de este proceso, por ejemplo de hispanificación, no dejará de ser interesante, pero me temo que tu libro no lo observa desde fuera, sino que se deja todavía meter en él, y en todo caso, puesto a estudiar el amor de los hombres y mujeres, sus usos y sus variedades, tal vez sería más eficaz que te destocaras de tu birrete de historiadora y nos refirieras los hechos y sucesos del Madrid del siglo XVIII, no como muestra de lo que pasaba en España, sino como muestra de lo que les pasa a las mujeres y los hombres en general.

Y la otra idea o creencia era la de la cultura, en su sentido de “tener una cultura”, “cultura de una persona”, “acceso a la cultura”. En tu libro, la cosa se manifiesta principalmente como cuestión de la cultura femenina, quiero decir, poseída por las mujeres, y he de decirte que allí se revela a través de las críticas o quejas, por la condición de ellas, una cierta fe bastante decidida en que la falta de la mujer de la época, y especialmente la española, consistía en lo mísero y limitado de su educación; en fin, una fe en que la participación abundante y activa en la cultura, la posibilidad de dedicarse a los menesteres y a los intereses de las artes y ciencias, las letras, la política y demás, abriría como el remedio para ese vacío y aburrimiento a que los seres cuyo sexo honras, parecen de una manera trágica y específica condenados. Crees, a lo mejor, que las mujeres están condenadas al amor porque no tienen otras cosas a las que dedicarse y de las que enamorarse, y te olvidas acaso de que para que esa relación sea verdadera hay que poder también leerla del revés: que las mujeres no pueden tener ínterés ni enamoramiento de veras por cosa alguna justamente porque están condenadas al amor. Y entonces, ese vacío debe ser como un vacío de Dios mismo que ni las artes ni las letras, ni industria ni trabajo alguno podrá llenar (parece que no hay más que dos modos de que ese vacío se cierre, aunque en falso, con las dos instituciones fundamentales del amor: o domesticándolo en el matrimonio o matándolo día a día en la prostitución, bajo formas ambos más o menos típicas, aparte lo tercero, que es quedar excluida por invalidez del mercado del amor o heroícamente excluirse una misma, como si Ofelia hubiera podido entrar en un convento) y lo más que con la dedicación a industrias, artes o ciencias puede conseguir una mujer es que, al usarse las artes como medios de entretener el esencial aburrimiento (así como también, de otro modo, cuando las usan los varones como medios de conquistar poder o reconocimiento), vengan a dar en eso, en cultura y propiedad, y a perder aquella posibilidad –siempre dudosa, pero nunca definitivamente excluida– de ser ellas las que usaran a los hombres o mujeres para denunciar la mentira del ser y derruir sus instituciones, como esta del sexo y el amor mismo. En fin, tú ya ves que al cabo de este par de siglos, el acceso a la cultura les está abierto a las mujeres igual prácticamente que a los no mujeres, y tú me dirás lo que piensas de los resultados, así para la liberación de las mujeres como para la miseria progresiva de la cultura misma.

Claro que lo que sí puedes decirme es que estoy generalizando y que hay excepciones (lo cual, en cierto modo, debe ser verdad, por más que de carnes y corazones peculiares sea de lo que se sustenta la esencia del ser y de sus leyes), y, por cierto, que, puestos a reconocer excepciones, habiéndote yo conocido desde la entrada en la Universidad, y seguido, por un lado, el curso de tus relatos hasta aquella amarga y deleitosa novela de Ritmo lento, y luego tus estudios históricos, y por el otro, barruntando algo de las fiebres que han sacudido tus huesos a lo largo de los años, serías a buen seguro el primer caso de excepción que estuviera yo dispuesto a saludar. Pero, entonces, Carmiña, ¡que sea verdad!: emprende pronto o continúa, o contribuye a ese otro estudio que la miseria de las mujeres (y la consiguiente de los hombres) está pidiendo a voces; ponte para él a reunir documentos con la misma diligencia, cuidado y perspicacia que has aprendido en los archivos de otros tiempos, pero documentos sacados de las vidas y las pasiones actuales de las mujeres que a tu alrededor encuentres (si acaso pudiera hacérseles hablar a las mujeres de su propio abismo con este torpe y pedantesco lenguaje de los hombres) y de esa también que encuentres en ti misma, a sabiendas de que en lo actual está la Historia entera, y que aquello contra lo que el estudio va no es lo de ayer ni lo de mañana, sino lo que es hoy lo mismo de siempre, y despiadadamente (¡guardaran las mujeres su piedad para los hombres que torpemente tratan de compartir su desconsuelo, volvieran su dureza aterradora contra la cara del ser mismo!) despiadadamente sacrificando lo íntimo y secreto y privativo al interés público de la denuncia, sacrificando –esto es– el amor mismo al entendimiento, no por amor del entendimiento, sino por odio del orden todo, que es odio de la muerte, de la que el Estado y el trabajo y el amor no son más que epifanías que, pretendiendo recubrir su miedo, no hacen sino llenar con él la vida.

Pues en tanto que la liberación de las mujeres no consista en liberarse de la mujer, o, lo que es lo mismo: del amor, las luchas más militantes y sangrientas serán retórica, y (sin que esté garantizado que de otra manera pueda haberla), por ahí desde luego no habrá liberación de lus mujeres, ni por ende de los hombres. Pero que una vez sacrificara una mujer la pasión privada de su amor para hacerla objeto de la teoría del amor, y ese libro ya no sería libro, sino que acción y teoría, no sé cómo, se habrían confundido, en cuanto aquello que se dijera coincidiría con el hecho mismo de decirlo.

Te quedarás ahí pensando que eso es justamente lo imposible: pues, ¿no decimos que una mujer se define por no importarle nada más que su amor? Y acaso sea imposible. Pero tampoco eso se sabe, ¿y qué nos queda en esta desesperación, sino mirar a ver si a lo mejor se puede? Así te invito a ti a que sigas intentándolo, al tiempo que te envío el agradecimiento por lo que ya con este libro nos has dado y, por si de algo te valen, abrazos y cariños y salud.

Agustín