01.09.2010

Razón común, en Minerva

'Razón común', entrevista a AGC por Isidro López. Minerva. Nº15. 2010. pp. 85-88

RAZÓN COMÚN


ENTREVISTA CON AGUSTÍN GARCÍA CALVO


ISIDRO LÓPEZ
 

Agustín García Calvo (Zamora, 1926) es una figura esencial e irrepetible de las letras españolas. Ha desarrollado una reflexión de gran calado sobre los mecanismos del lenguaje como pensamiento y acción que le ha llevado a una reinterpretación de la tradición filosófica, con particular atención a los presocráticos. García Calvo es también un pensador político tan lúcido como incómodo, incansablemente dedicado a arremeter contra los sobrentendidos ideológicos que consolidan el orden social dominante. Además, ha realizado intervenciones inolvidables en prácticamente todos los ámbitos de la escritura –en 1990 recibió el Premio Nacional de Ensayo y en 1999 el Premio Nacional de Literatura Dramática–, de la poesía a la narrativa pasando por el periodismo, el panfleto, el teatro o la traducción.

 

Siempre ha defendido que la única forma posible de crítica es la negación. ¿Tanta diferencia hay entre negar y afirmar?

Nunca se insistirá bastante en lo profunda que es la diferencia o la oposición entre afirmar y negar. Para entenderlo mejor hay que extenderse más allá de la parte más aparente del lenguaje que se da en la escritura, ese uso del lenguaje que se compone de filosofías, opiniones, dogmas, contradogmas y demás. La lengua es antes acción, quien dice «no» está de alguna manera «haciendo no». La afirmación está dada de antemano, la propia constitución del mundo tal como se nos presenta es, de por sí, afirmativa. Y ese tipo de lengua afirmativa se utiliza como sostenimiento de la fe, de cualquier tipo de fe. La negación no viene más que a hacer algo contra eso que está ya hecho.

He llegado al reconocimiento, contra cualquier tipo de humanismo al uso, de que los hombres no son más que un tipo de cosas entre las cosas. No pienso que nuestra manera de hablar sea propia, exclusiva, la lengua por antonomasia. Al contrario, hay que devolver la lengua, y por tanto la razón, a las demás cosas. En ese sentido, se puede decir que las cosas hablan, es decir, se someten al orden. Y, al mismo tiempo y en contra, se rebelan, dicen no, y tienden más bien al deshacimiento que a la conservación o la subsistencia.

Como una consecuencia de esto, cuando se colocan la afirmación y la negación en el mismo plano, y alguien, uno, yo, cualquiera, dejando hablar a la lengua común dice «no» a lo que está estatuido, es frecuente que te respondan: «¿Y entonces qué?», con lo que te están diciendo «¿Entonces qué sí?» Es un truco muy extendido que es importante reconocer si se quiere hacer el tipo de política que me interesa: la política del pueblo que no existe. Sin embargo, la afirmación ya está establecida en el orden mismo de las cosas y no hace falta ninguna fe para negar la fe. Se puede decir que ese pueblo que no existe, lo común, fundamentalmente dice «no». Cuando el lenguaje humano dice «libertad» o cualquiera otra reclamación, lo que está diciendo en realidad es «no».

En libros como Razón común escribía sobre los presocráticos, a los que, además, ha traducido y por los que no oculta su admiración. ¿Qué podemos aprender hoy de ellos?

Lo de los presocráticos es un término que yo mismo he aceptado pero que sabe mucho a historia de la filosofía. Los presocráticos, o prefilósofos como a veces digo, encarnan un pensamiento anterior a la aparición de la filosofía o ciencia. La filosofía como ciencia surge con Platón, por un lado, y con Aristóteles, por otro; desde entonces, ha venido debatiéndose entre innumerables renacimientos, opiniones y negaciones de lo uno para afirmar lo otro. Contra estos engaños he acudido a los fragmentos que han quedado de un pensamiento anterior a la fundación de la filosofía. Aunque todavía la ciencia no estaba establecida, ya existía la creencia de que las cosas son lo que son y qué se le va a hacer... La ciencia no viene después más que a apuntalar esta creencia, que hay que desaprender. Esto quiere decir que la lengua misma, el logos de los antiguos, un término que el propio Heráclito usaba, se vuelve contra sí misma. Esta es la gracia de la lengua, la contradicción. La lógica común es contradictoria porque, por un lado, está fabricando los diferentes mundos –entre ellos el nuestro, tal y como se dice en el primer resto que nos queda del libro de Heráclito: «produciéndose todas las cosas según esta razón»– y, al mismo tiempo, se vuelve contra ello y descubre que era mentira. Es un descubrimiento muy simple pero que, evidentemente, va a la contra, y por tanto es difícil encontrar formulaciones lo bastante lúcidas y honradas que digan esto: «y sin embargo, era mentira».

La vía heracliteana consiste en hacer notar que es la contradicción lo que rige todo y con respecto a la verdad decir: «En unos mismos ríos, entramos y no entramos, estamos y no estamos», confiando en que el «y», que es aquí el término decisivo, valga como si se quisiera decir «y al mismo tiempo». Como es claro, dada la sucesión a la que la lengua y el razonamiento están condenados, no se puede decir al mismo tiempo. La técnica de Heráclito es utilizar el «y» para saltar ese abismo y decir las dos cosas juntamente. Porque la verdad, que siempre es incompatible con nuestra realidad, sería poder decir las dos cosas al mismo tiempo.

Por otro lado, no he despreciado los restos que nos han quedado del poema de Parménides. Pese a que en uno de ellos parece que la diosa invita a Parménides a que no admita jamás que puede decirse con verdad que «no es», que sólo puede decirse «es». Ella pretende que como verdad no valga más que esta: «lo que es, es lo que es» o, para más claridad, «lo que es lo que es, es lo que es lo que es». Esto implica un ascenso de la cópula «es», que en la lengua corriente no se puede usar por las buenas. Corrientemente, el «es» supone simplemente un enlace entre algo que se dice y lo que de ese algo se dice. Aquí se le hace ascender en un sentido, no del ser de los gnósticos como después se ha interpretado, sino de que la única verdad es aquella que dice de sí misma que es verdad. La consecuencia de esto es que nada de lo que se da en la realidad, es decir, en el lenguaje corriente, puede ser verdad. Es decir, que en la realidad las cosas nacen, mueren, son o no son esto o lo otro, se mueven de un sitio a otro, cambian de color, pero todo esto no puede ser verdad porque la única verdad, «lo que es lo que es, es lo que es lo que es», está fuera de la realidad. Para hacerme entender estoy utilizando un término «realidad» que no pertenece a los presocráticos. Es un invento muy posterior de las escuelas medievales, las escuelas teológicas inventan el verbo «existir», junto a lo «real» y la «realidad», para servir a Dios...

Precisamente uno de los temas recurrentes en sus escritos es la persistencia de nociones cuasi teológicas y metafísicas en un mundo que se supone ateo y postmetafísico...

Desde luego, en cuanto a la historia contemporánea, está claro que el mundo no es ateo. Es una pretensión. Cualesquiera formas revolucionarias, negativas o rebeldes de pensamiento están ya encerradas en una literatura, una filosofía y una ciencia que son mayoritariamente ortodoxas, porque en nuestro régimen la mayoría nos importa. Aunque haya todavía salidas de tono que van a contracorriente, no podemos olvidar que la gran mayoría de la literatura y la ciencia aceptables siguen siendo conservadoras y adictas al régimen.

El término «realidad» se inventó, como decía antes, a partir de la palabra latina res para decir «cosa». Se creó una noción de realidad que no implicaba ninguna oposición a la verdad, sino que, por el contrario, trataba de hacer compatible el reconocimiento de las realidades cotidianas con la noción de verdad. Quedaba, de esa manera, en el intermedio de otras dos concepciones, una por lo alto y otra por lo bajo. Por lo alto, estaba el Ser, es decir, Dios, el reino de lo sublime, lo puro y lo supremo. Todo lo demás, incluida la realidad, quedaba como una vía de creación, como si desde aquí hubiesen surgido las realidades de las cosas. Por debajo, quedaba la verdad de lo que no se sabe, a la que los antiguos se habían referido torpemente con nociones como natura o semejantes. De tal forma es como si arriba se hubiera creado al padre y debajo a la madre. Tanto en lo uno como en lo otro, la falsificación es evidente.

Frente a esto, me parece claro que no se puede partir de Dios ni de natura. Y, en cuanto a lo que queda en medio, uno de los pensamientos más claros y simples que me han llegado es que la realidad no es todo lo que hay. Creía que se podía decir en el lenguaje vulgar como «las cosas no son todo», pero me di cuenta de que había que distinguir, como corresponde a las dos maneras del lenguaje, entre «realidad», ese término culto y escolástico, y «cosa», ese término que todas las lenguas europeas tienen, como el colmo del significado, hasta el punto que al significar cualquier cosa no significa nada. Es decir que la realidad sólo se establece cuando desde arriba –por influjo de los entes ideales como Uno, Nada o Todo– se obliga a las cosas a ser o a creer que son, cada una de ellas, una, nada o todas. Sólo después de esta falsificación impuesta por orden de lo sublime, podemos decir que las cosas están establecidas como realidad, porque ya están presas. Nosotros, como cosas entre las cosas que somos, aparecemos constituidos en una realidad configurada de esa manera y, por tanto, sometidos a los dictados desde arriba y a la fe.

En torno a estos descubrimientos, he intentado desnudar cada vez más, a las cosas y a mí mismo, de la fe, las ideas y los significados de nuestra lengua que tratan de comprender las cosas. Las palabras de nuestro idioma, aunque son ellas las que significan, también tienen un significado como cosas. Cualquier diccionario que intente dar un significado fijo, como la definición de lagarto, se encontrará con que esa definición es interminable. Este engaño es obligado para entenderse en la calle y en el mercado. Es necesario hacer como si supiésemos muy bien lo que quiere decir «farola» y no andarnos con tiquismiquis. Es siempre a la contra como la razón viene a descubrir que esos significados no tienen fundamento.

Entonces, ¿cómo y por qué cree que hay que estudiar el lenguaje? ¿Qué relación tiene este estudio con la política?

Se trata de esclarecer lo más posible la lengua misma. Es decir, que la gente aprenda a diferenciar entre esa lengua que está en una subconsciencia a la que podemos llamar pueblo de la escritura y la cultura que el poder puede dominar. Por mucho que el poder intente intervenir en la literatura y en la cultura, en la lengua, que tiene sus propios elementos secretos y sus reglas, no puede mandar nadie. El poder puede usar la lengua para sus propios fines pero no puede alterar ni su aparato ni la diferencia entre los fonemas, ni las reglas sintácticas ni ninguna otra cosa. La función de una gramática honrada y fiel sería descubrir lo que todo el mundo sabe sin darse cuenta de que lo sabe y contraponerlo a todo lo sabido, a todas las opiniones y las ideas establecidas acerca de la lengua. Naturalmente, a partir de este descubrimiento, pueden surgir cuestiones que podemos llamar políticas, en el sentido de la política del pueblo que no existe y que no es la política que hacen los políticos que hacen la política. Descubrir la lengua, que no es de nadie, es peligroso para el poder porque entonces aparece una contradicción entre lo que podemos llamar la política de la gente y la política del poder. El poder necesita la cultura y la literatura para ejercer su sacerdocio.

¿Qué relación mantiene usted con la Academia de la Lengua?

Mi relación con la Academia es de odio y de desprecio declarado. No hay por qué ocultarlo. En la Academia se da la falsificación de la lengua en su nivel más alto: la confusión con la escritura. En la escritura se puede mandar y al poder le viene muy bien que haya academias que pretendan hacer falsamente esa labor. Junto a eso, los diccionarios y las gramáticas conservan una serie de pedanterías que en vez de hacer penetrar en la lengua la desvirtúan y la confunden. Hay un cultivo de la literatura como si fuera la autoridad o representante de la lengua, cuando la lengua no es de nadie. Un cultivo de la literatura que viene a hacer que luego en la enseñanza, en las clases de lo que se llama lengua y literatura, se hable de autores y nombres propios en torno a la literatura y, sin embargo, se olvide la práctica de la lengua.

¿Cómo entiende la tarea de la traducción, a la que tanto tiempo ha dedicado?

He intentado traducir volviendo al verso, es decir, al ritmo de la lengua tal y como estaba en el original. Esto lo he hecho igual con la Iliada, la Odisea, De rerum natura y Horacio que con los modernos, con los sonetos de amor de Shakespeare o los sonetos en romanesco de Gioacchino Belli. Y, en todos los casos, tratando de haber oído de verdad en el original conjuntamente el sonido con su sentido, y arreglármelas para reproducirlo en el salto a otra lengua.

Dentro de su tendencia a no hablar de otros autores contemporáneos, siempre se refiere con respeto a Marx y a Freud.

En los años de mi amable destierro en París, desde 1969 a 1976, publiqué en Ruedo Ibérico unos apotegmas contra el marxismo en los que se denuncian las creencias divulgadas por el Partido Comunista y otros, que me habían molestado desde muy pronto y contra las que había que luchar. Y, sin embargo, luego me he complacido en apoyarme de vez en cuando en descubrimientos del propio Marx, como la venta de la fuerza de trabajo, una noción que he tratado de desarrollar por otros caminos. También de Freud, cuya lectura fue como una especie de psicoanálisis que la propia lectura me hizo, he aprendido otros instrumentos. Entre ellos, la noción de subconsciente diferenciada de la noción de inconsciente, porque a ella es a la que refiere la lengua, es decir, donde la lengua está. La lengua se opone a la consciencia pero no se puede confundir con lo inconsciente vagum. Son nociones que he recogido y que he tratado de perfilar, es decir, de que digan mejor lo que tienen que decir. Esto puede parecer una presunción, pero hay que tener en cuenta que yo he sufrido al poder un siglo más que Marx y que Freud y, por tanto, tengo motivos para intentar hacer más agudas algunas de sus ideas.

También ha hablado mucho contra el automóvil y a favor del tren.

Es un aburrimiento el sentir cómo el Régimen, el Capital y el Estado, que está plenamente a su disposición, no inventan otra manera de engañar al personal más que venderle otro auto. El automóvil es el súbdito perfecto del régimen que hoy padecemos por motivos más profundos que los que solemos llamar económicos. El conductor forma parte de los implementos del automóvil, pero es éste último el verdadero súbdito del Estado y cliente del capital.

Es contra eso que surge mi amor desesperado por el ferrocarril, que ha venido durante muchos años desarrollándose. Tuve incluso que participar en plataformas a las que me llamaron los obreros cuando se cortó, de una manera completamente imbécil, el tramo de Astorga a Plasencia de la línea Gijón-Sevilla. El Estado y el Capital han favorecido el tren en los últimos años bajo la forma del AVE y los trenes de cercanías necesarios para sostener los monstruosos conglomerados metropolitanos, mientras los otros trenes, los que podrían ser verdaderamente útiles para la gente corriente, quedan abandonados. El automóvil nos hace a todos chóferes y mecánicos mientras que el tren nos hace señores y libres.

© Isidro López, 2010. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.

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Agustín García Calvo (Zamora, 1926) es una figura esencial e irrepetible de las letras españolas. Ha desarrollado una reflexión de gran calado sobre los mecanismos del lenguaje como pensamiento y acción que le ha llevado a una reinterpretación de la tradición filosófica, con particular atención a los presocráticos. García Calvo es también un pensador político tan lúcido como incómodo, incansablemente dedicado a arremeter contra los sobrentendidos ideológicos que consolidan el orden social dominante. Además, ha realizado intervenciones inolvidables en prácticamente todos los ámbitos de la escritura –en 1990 recibió el Premio Nacional de Ensayo y en 1999 el Premio Nacional de Literatura Dramática–, de la poesía a la narrativa pasando por el periodismo, el panfleto, el teatro o la traducción.
 
 
 
Siempre ha defendido que la única forma posible de crítica es la negación. ¿Tanta diferencia hay entre negar y afirmar?
 
Nunca se insistirá bastante en lo profunda que es la diferencia o la oposición entre afirmar y negar. Para entenderlo mejor hay que extenderse más allá de la parte más aparente del lenguaje que se da en la escritura, ese uso del lenguaje que se compone de filosofías, opiniones, dogmas, contradogmas y demás. La lengua es antes acción, quien dice «no» está de alguna manera «haciendo no». La afirmación está dada de antemano, la propia constitución del mundo tal como se nos presenta es, de por sí, afirmativa. Y ese tipo de lengua afirmativa se utiliza como sostenimiento de la fe, de cualquier tipo de fe. La negación no viene más que a hacer algo contra eso que está ya hecho.
 
He llegado al reconocimiento, contra cualquier tipo de humanismo al uso, de que los hombres no son más que un tipo de cosas entre las cosas. No pienso que nuestra manera de hablar sea propia, exclusiva, la lengua por antonomasia. Al contrario, hay que devolver la lengua, y por tanto la razón, a las demás cosas. En ese sentido, se puede decir que las cosas hablan, es decir, se someten al orden. Y, al mismo tiempo y en contra, se rebelan, dicen no, y tienden más bien al deshacimiento que a la conservación o la subsistencia.
 
Como una consecuencia de esto, cuando se colocan la afirmación y la negación en el mismo plano, y alguien, uno, yo, cualquiera, dejando hablar a la lengua común dice «no» a lo que está estatuido, es frecuente que te respondan: «¿Y entonces qué?», con lo que te están diciendo «¿Entonces qué sí?» Es un truco muy extendido que es importante reconocer si se quiere hacer el tipo de política que me interesa: la política del pueblo que no existe. Sin embargo, la afirmación ya está establecida en el orden mismo de las cosas y no hace falta ninguna fe para negar la fe. Se puede decir que ese pueblo que no existe, lo común, fundamentalmente dice «no». Cuando el lenguaje humano dice «libertad» o cualquiera otra reclamación, lo que está diciendo en realidad es «no».
 
En libros como Razón común escribía sobre los presocráticos, a los que, además, ha traducido y por los que no oculta su admiración. ¿Qué podemos aprender hoy de ellos?
 
Lo de los presocráticos es un término que yo mismo he aceptado pero que sabe mucho a historia de la filosofía. Los presocráticos, o prefilósofos como a veces digo, encarnan un pensamiento anterior a la aparición de la filosofía o ciencia. La filosofía como ciencia surge con Platón, por un lado, y con Aristóteles, por otro; desde entonces, ha venido debatiéndose entre innumerables renacimientos, opiniones y negaciones de lo uno para afirmar lo otro. Contra estos engaños he acudido a los fragmentos que han quedado de un pensamiento anterior a la fundación de la filosofía. Aunque todavía la ciencia no estaba establecida, ya existía la creencia de que las cosas son lo que son y qué se le va a hacer... La ciencia no viene después más que a apuntalar esta creencia, que hay que desaprender. Esto quiere decir que la lengua misma, el logos de los antiguos, un término que el propio Heráclito usaba, se vuelve contra sí misma. Esta es la gracia de la lengua, la contradicción. La lógica común es contradictoria porque, por un lado, está fabricando los diferentes mundos –entre ellos el nuestro, tal y como se dice en el primer resto que nos queda del libro de Heráclito: «produciéndose todas las cosas según esta razón»– y, al mismo tiempo, se vuelve contra ello y descubre que era mentira. Es un descubrimiento muy simple pero que, evidentemente, va a la contra, y por tanto es difícil encontrar formulaciones lo bastante lúcidas y honradas que digan esto: «y sin embargo, era mentira».
 
La vía heracliteana consiste en hacer notar que es la contradicción lo que rige todo y con respecto a la verdad decir: «En unos mismos ríos, entramos y no entramos, estamos y no estamos», confiando en que el «y», que es aquí el término decisivo, valga como si se quisiera decir «y al mismo tiempo». Como es claro, dada la sucesión a la que la lengua y el razonamiento están condenados, no se puede decir al mismo tiempo. La técnica de Heráclito es utilizar el «y» para saltar ese abismo y decir las dos cosas juntamente. Porque la verdad, que siempre es incompatible con nuestra realidad, sería poder decir las dos cosas al mismo tiempo.
 
Por otro lado, no he despreciado los restos que nos han quedado del poema de Parménides. Pese a que en uno de ellos parece que la diosa invita a Parménides a que no admita jamás que puede decirse con verdad que «no es», que sólo puede decirse «es». Ella pretende que como verdad no valga más que esta: «lo que es, es lo que es» o, para más claridad, «lo que es lo que es, es lo que es lo que es». Esto implica un ascenso de la cópula «es», que en la lengua corriente no se puede usar por las buenas. Corrientemente, el «es» supone simplemente un enlace entre algo que se dice y lo que de ese algo se dice. Aquí se le hace ascender en un sentido, no del ser de los gnósticos como después se ha interpretado, sino de que la única verdad es aquella que dice de sí misma que es verdad. La consecuencia de esto es que nada de lo que se da en la realidad, es decir, en el lenguaje corriente, puede ser verdad. Es decir, que en la realidad las cosas nacen, mueren, son o no son esto o lo otro, se mueven de un sitio a otro, cambian de color, pero todo esto no puede ser verdad porque la única verdad, «lo que es lo que es, es lo que es lo que es», está fuera de la realidad. Para hacerme entender estoy utilizando un término «realidad» que no pertenece a los presocráticos. Es un invento muy posterior de las escuelas medievales, las escuelas teológicas inventan el verbo «existir», junto a lo «real» y la «realidad», para servir a Dios...
 
Precisamente uno de los temas recurrentes en sus escritos es la persistencia de nociones cuasi teológicas y metafísicas en un mundo que se supone ateo y postmetafísico...
 
Desde luego, en cuanto a la historia contemporánea, está claro que el mundo no es ateo. Es una pretensión. Cualesquiera formas revolucionarias, negativas o rebeldes de pensamiento están ya encerradas en una literatura, una filosofía y una ciencia que son mayoritariamente ortodoxas, porque en nuestro régimen la mayoría nos importa. Aunque haya todavía salidas de tono que van a contracorriente, no podemos olvidar que la gran mayoría de la literatura y la ciencia aceptables siguen siendo conservadoras y adictas al régimen.
 
El término «realidad» se inventó, como decía antes, a partir de la palabra latina res para decir «cosa». Se creó una noción de realidad que no implicaba ninguna oposición a la verdad, sino que, por el contrario, trataba de hacer compatible el reconocimiento de las realidades cotidianas con la noción de verdad. Quedaba, de esa manera, en el intermedio de otras dos concepciones, una por lo alto y otra por lo bajo. Por lo alto, estaba el Ser, es decir, Dios, el reino de lo sublime, lo puro y lo supremo. Todo lo demás, incluida la realidad, quedaba como una vía de creación, como si desde aquí hubiesen surgido las realidades de las cosas. Por debajo, quedaba la verdad de lo que no se sabe, a la que los antiguos se habían referido torpemente con nociones como natura o semejantes. De tal forma es como si arriba se hubiera creado al padre y debajo a la madre. Tanto en lo uno como en lo otro, la falsificación es evidente.
 
Frente a esto, me parece claro que no se puede partir de Dios ni de natura. Y, en cuanto a lo que queda en medio, uno de los pensamientos más claros y simples que me han llegado es que la realidad no es todo lo que hay. Creía que se podía decir en el lenguaje vulgar como «las cosas no son todo», pero me di cuenta de que había que distinguir, como corresponde a las dos maneras del lenguaje, entre «realidad», ese término culto y escolástico, y «cosa», ese término que todas las lenguas europeas tienen, como el colmo del significado, hasta el punto que al significar cualquier cosa no significa nada. Es decir que la realidad sólo se establece cuando desde arriba –por influjo de los entes ideales como Uno, Nada o Todo– se obliga a las cosas a ser o a creer que son, cada una de ellas, una, nada o todas. Sólo después de esta falsificación impuesta por orden de lo sublime, podemos decir que las cosas están establecidas como realidad, porque ya están presas. Nosotros, como cosas entre las cosas que somos, aparecemos constituidos en una realidad configurada de esa manera y, por tanto, sometidos a los dictados desde arriba y a la fe.
 
En torno a estos descubrimientos, he intentado desnudar cada vez más, a las cosas y a mí mismo, de la fe, las ideas y los significados de nuestra lengua que tratan de comprender las cosas. Las palabras de nuestro idioma, aunque son ellas las que significan, también tienen un significado como cosas. Cualquier diccionario que intente dar un significado fijo, como la definición de lagarto, se encontrará con que esa definición es interminable. Este engaño es obligado para entenderse en la calle y en el mercado. Es necesario hacer como si supiésemos muy bien lo que quiere decir «farola» y no andarnos con tiquismiquis. Es siempre a la contra como la razón viene a descubrir que esos significados no tienen fundamento.
 
Entonces, ¿cómo y por qué cree que hay que estudiar el lenguaje? ¿Qué relación tiene este estudio con la política?
 
Se trata de esclarecer lo más posible la lengua misma. Es decir, que la gente aprenda a diferenciar entre esa lengua que está en una subconsciencia a la que podemos llamar pueblo de la escritura y la cultura que el poder puede dominar. Por mucho que el poder intente intervenir en la literatura y en la cultura, en la lengua, que tiene sus propios elementos secretos y sus reglas, no puede mandar nadie. El poder puede usar la lengua para sus propios fines pero no puede alterar ni su aparato ni la diferencia entre los fonemas, ni las reglas sintácticas ni ninguna otra cosa. La función de una gramática honrada y fiel sería descubrir lo que todo el mundo sabe sin darse cuenta de que lo sabe y contraponerlo a todo lo sabido, a todas las opiniones y las ideas establecidas acerca de la lengua. Naturalmente, a partir de este descubrimiento, pueden surgir cuestiones que podemos llamar políticas, en el sentido de la política del pueblo que no existe y que no es la política que hacen los políticos que hacen la política. Descubrir la lengua, que no es de nadie, es peligroso para el poder porque entonces aparece una contradicción entre lo que podemos llamar la política de la gente y la política del poder. El poder necesita la cultura y la literatura para ejercer su sacerdocio.
 
¿Qué relación mantiene usted con la Academia de la Lengua?
 
Mi relación con la Academia es de odio y de desprecio declarado. No hay por qué ocultarlo. En la Academia se da la falsificación de la lengua en su nivel más alto: la confusión con la escritura. En la escritura se puede mandar y al poder le viene muy bien que haya academias que pretendan hacer falsamente esa labor. Junto a eso, los diccionarios y las gramáticas conservan una serie de pedanterías que en vez de hacer penetrar en la lengua la desvirtúan y la confunden. Hay un cultivo de la literatura como si fuera la autoridad o representante de la lengua, cuando la lengua no es de nadie. Un cultivo de la literatura que viene a hacer que luego en la enseñanza, en las clases de lo que se llama lengua y literatura, se hable de autores y nombres propios en torno a la literatura y, sin embargo, se olvide la práctica de la lengua.
 
¿Cómo entiende la tarea de la traducción, a la que tanto tiempo ha dedicado?
 
He intentado traducir volviendo al verso, es decir, al ritmo de la lengua tal y como estaba en el original. Esto lo he hecho igual con la Iliada, la Odisea, De rerum natura y Horacio que con los modernos, con los sonetos de amor de Shakespeare o los sonetos en romanesco de Gioacchino Belli. Y, en todos los casos, tratando de haber oído de verdad en el original conjuntamente el sonido con su sentido, y arreglármelas para reproducirlo en el salto a otra lengua.
 
Dentro de su tendencia a no hablar de otros autores contemporáneos, siempre se refiere con respeto a Marx y a Freud.
 
En los años de mi amable destierro en París, desde 1969 a 1976, publiqué en Ruedo Ibérico unos apotegmas contra el marxismo en los que se denuncian las creencias divulgadas por el Partido Comunista y otros, que me habían molestado desde muy pronto y contra las que había que luchar. Y, sin embargo, luego me he complacido en apoyarme de vez en cuando en descubrimientos del propio Marx, como la venta de la fuerza de trabajo, una noción que he tratado de desarrollar por otros caminos. También de Freud, cuya lectura fue como una especie de psicoanálisis que la propia lectura me hizo, he aprendido otros instrumentos. Entre ellos, la noción de subconsciente diferenciada de la noción de inconsciente, porque a ella es a la que refiere la lengua, es decir, donde la lengua está. La lengua se opone a la consciencia pero no se puede confundir con lo inconsciente vagum. Son nociones que he recogido y que he tratado de perfilar, es decir, de que digan mejor lo que tienen que decir. Esto puede parecer una presunción, pero hay que tener en cuenta que yo he sufrido al poder un siglo más que Marx y que Freud y, por tanto, tengo motivos para intentar hacer más agudas algunas de sus ideas.
 
También ha hablado mucho contra el automóvil y a favor del tren.
 
Es un aburrimiento el sentir cómo el Régimen, el Capital y el Estado, que está plenamente a su disposición, no inventan otra manera de engañar al personal más que venderle otro auto. El automóvil es el súbdito perfecto del régimen que hoy padecemos por motivos más profundos que los que solemos llamar económicos. El conductor forma parte de los implementos del automóvil, pero es éste último el verdadero súbdito del Estado y cliente del capital.
 
Es contra eso que surge mi amor desesperado por el ferrocarril, que ha venido durante muchos años desarrollándose. Tuve incluso que participar en plataformas a las que me llamaron los obreros cuando se cortó, de una manera completamente imbécil, el tramo de Astorga a Plasencia de la línea Gijón-Sevilla. El Estado y el Capital han favorecido el tren en los últimos años bajo la forma del AVE y los trenes de cercanías necesarios para sostener los monstruosos conglomerados metropolitanos, mientras los otros trenes, los que podrían ser verdaderamente útiles para la gente corriente, quedan abandonados. El automóvil nos hace a todos chóferes y mecánicos mientras que el tren nos hace señores y libres.
 
© Isidro López, 2010. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.