01.03.1997

Una carta, a José Luis L. Aranguren

'Una carta, a José Luis L. Aranguren', por Agustín García Calvo. Isegoría. Nº 15. 1997. Adiós a Aranguren. pp. 51-53

[mp3]Entrevista en la Ser a la muerte de Aranguren#AlamuertedeArangurenSer.mp3[/mp3]

Zamora, diciembre de 1996

A Don José Luis López Aranguren

Dondequiera que sea


Querido amigo:

Lo primero que se me ocurre, al ponerme a escribirte para darte noticias de la actualidad por estas tierras, es repetirte algo que tú sabías muy bien, y que ahora sabrás mejor seguramente: que esto de las actualidades no es más que la aparición, la epifanía, de la eternidad.

Por ejemplo, estos días atrás, una noche y una mañana, la primera nieve del año vino a caer sobre nosotros, y agradecido encendía el corazoncito como un cirio dorado en las oscuras grutas en donde vive, saludándola como algo nuevo, como en verdad lo era, y que dejara el aire como limpio de todas las escrituras de la Historia, como en verdad lo hacía, para que alguien trazase en él al vuelo una palabra verdadera; y sin embargo, era lo de siempre, como siempre: era la nieve que tantas veces has visto tú caer por las encinas y peñascales de Ávila o sobre Madrid al otro lado de la sierra de Guadarrama.

Lo mismo siempre, y cada vez tan nuevo; y no me dejarás decir que nuevo a pesar de ser lo mismo, ni lo mismo pese a ser nuevo, no: más bien, que lo uno va con lo otro y en verdad no cabe separarlos: lo de siempre es nuevo, porque siempre, cada vez, ha sido nuevo, siempre a cada nevada la nieve nueva; y lo nuevo es lo de siempre, sencillamente, porque se ha olvidado de lo nuevo que era cada una de las otras veces, y ha querido encerrarlas todas en un siempre sin veces, en una eternidad muerta.

No hará falta que te recuerde el estribillo aquel de nuestro Machado de cuando joven. «Hoy es siempre todavía», contra las pretensiones de las actualidades, las de sus años o las de éstos, de traer a la Historia algo de veras nuevo (a lo mejor, hasta el fin mismo de la Historia), en fin, de hacer época, como ellos dicen y, cuanto más se les hace evidente que en verdad no pasa nada, más tienen que proclamar por altavoces y pantallas que pasan cada día cosas, nuevas, decisivas, y que a vueltas con ellas vamos hacia algún sitio, hacia el futuro que les venden a las poblaciones. iQué claro estarás tú ahora viendo y qué sereno lo que era ese Futuro y la vanidad de la Fe que rige el mundo!

Pero, sin embargo, puede tal vez que me permitas (puesto que una de las últimas veces que estuve hablando contigo, entre gente, fue a propósito de sus escritos y sus descubrimientos) que te relacione eso con aquel otro estribillo de Freud, de sentido aparentemente tan contrario, aquel que se formula a veces y late siempre por debajo de sus razonamientos, el que de nada se pierde del todo nunca.

Hay, ciertamente, y a cada paso, olvidos de conciencia, cosas que dejan de saberse; pero eso olvidado de conciencia sigue, eficazmente, manteniéndose en lo oscuro y desde ahí operando sobre las almas y sobre el mundo. Sólo la presuntuosidad de los que quieren reducirlo todo a la conciencia y el saber puede embotarles los sentidos para sentir razón tan clara.

Estoy estos días ajetreándome en la edición crítica del poema de Lucrecio (y es el tercero que aquí traigo a tus oídos o tus ojos de esos pocos muertos vivos, que son los menos de los muertos, como son también los menos de los vivos, con los que tú y yo, indiferentemente, seguimos hablando cuando los ojos o los oídos se nos abren), el cual es tal vez la mejor muestra de esa pretensión de la Ciencia de saberlo todo, sólo que tan declarada en él, tan exagerada y consecuente, que por lo que suena a desesperada nos conmueve: la Física de Epicuro ha acabado con todas las religiones y con el miedo de la muerte de que todas nacen.

No me entretengo aquí en asombrarme y recordar contigo cómo es que la Física, la Ciencia de la Realidad, ha venido a convertirse, a su vez, en la religión de esta última época, de la actualidad en que la eternidad se nos revela cada día: eso es un caso trivial y tú lo tienes bien sabido. Lo que me importaba era preguntarte si tú también te has fijado en cómo era el método por el que esa Física debía terminar con el miedo de la muerte: que era justamente llegando a una conciencia, limpia y total, despiadada y sin resabios, de la propia mortalidad de uno, de que uno entero, su cuerpo con su ánima y su ánimo incluidos, no tiene otro destino que disolverse en los átomos que lo componen; eso nos libra del miedo de la muerte, que sólo nos envenena porque no acabamos de desarraigar de nosotros alguna creencia, alguna idea, de la pervivencia de uno mismo, de su eternidad; pero, limpios ya de eso gracias a la Física, enteramente convencidos de la total mortalidad de uno, entonces ya no hay miedo. ¿Qué te parece a ti eso?

En todo caso, ello es que la Física ha trasladado la inmortalidad a otro sitio, a saber, al átomo, al indivisible y elemental. y ¿no tendría razón el que decía que, dondequiera que haya un átomo, allí estoy yo? Pero es, de todos modos, apasionante asomarse, de la mano de Lucrecio, a ver caer los átomos por el espacio sin fin eternamente; sobre todo, cuando llega ese momento en que la ciega obediencia a la Ley, que es para el átomo su caída, tiene que hacerse compatible con su capricho o libertad, o como se le llame: porque es que, en ese momento, la desviación mínima de la caída perfectamente vertical, la desobediencia mínima a la Ley, da cuenta, claro, de la libertad, de la necesidad de que haya libertad, pero, mucho antes que eso, da cuenta de la Realidad misma: porque, sin eso, los átomos no se entrechocarían nunca y, por tanto, no habría cosas ni habría mundos ni tampoco almas.

Así que mi desobediencia a la Ley, por mínima que sea, mi desviación o imperfección de mi propio ser, viene a explicar, por un lado, la Realidad y la presencia en ella de mí mismo como ser real, pero, por otro lado, como libertad o liberación de mí mismo que ella era, deshace la pretensión de regla o ley que la Realidad tuviera, y deshace con ello mi propia constitución real. Y eso sí que es un entrechoque creador, el de lo uno con lo otro.

No sé cómo, a estas horas, te sonará a ti todo esto; pero era por motivos o vislumbres como estos que te cuento por lo que deseaba tanto seguramente volver también a estudiar contigo cómo era eso de Dios y de la Fe, la religiosa y la científica, que son la misma para el caso.

No debo dejar de confesarte que me he atrevido a sacar por estos días (mira tú por dónde) un libro De Dios, que bien habría estado tal vez que lo hubieras, antes de irte, visto o tenido al menos entre las manos; y te lo enviaré seguramente, si me das tus señas actuales. Pero lo que de veras deseaba era hablar otra vez contigo (como habíamos empezado a hacer el día, no hace tanto, que se presentaba al público el primer tomo de tus Obras) de Dios, discutir de Dios contigo largamente, como otras veces, más lejos, solía discutir de Dios con mi madre en los años de mi adolescencia, cuando me estaba debatiendo, un tanto desaforadamente, contra la formación de mi propia alma, con la que se quería que cargase para siempre.

Y por eso era seguramente por lo que, a falta de voz, al menos te escribía. Ya sé que probablemente no vas a responderme: hay tantas dificultades para el correo, y esto de las cuentas del Tiempo está tan lioso y enrevesado.

Pero, de todos modos, te aseguro que también tu silencio es elocuente, que me está diciendo tantas cosas.

Y quiero con estas cuatro letras agradecértelo.

¡Hasta pronto, y salud!

Firmado:

Agustín García Calvo